Cuento (Cachi ’90)
Tac-tac-tac-tac-tac
El artista (sube y baja, sube y baja) no cesaba de golpetear el silencio. El ingenioso sistema lograba robarle agua al desierto.
El río, angosto pero potente en el verano, verdeaba el vallecito. Desde una nube podía verse una serpiente verde moviéndose en la quietud del ondulante plano pardo-rojizo. Dos libélulas hacen el amor en ese espacio, que de pequeño, se torna infinito.
El hombre, sentado sobre una piedra, podría estar mirando ese paisaje inconmensurable, que por momentos parecía culminar en la montaña nevada. Abarcaba verdes de mil tonos, amarillos, sombras azules. Alguna flor acosada por insistentes abejas…insectos de maravillosos colores y sonidos. Esa diversidad extrema que termina por ser una sola cosa. Pero no, tenía los ojos cerrados. Imaginaba, ese mismo paisaje pero de los infinitos planos posibles, y desde aquellas dimensiones no posibles. Pero “no posible” no era ninguna barrera.
Un pájaro cruzó repentinamente ese pedazo de espacio –nítido celeste- que, abierto en círculo hacia arriba, se cerraba como embudo en el vértice coincidente a la cabeza del hombre. Pudo ver en ese instante la perspectiva del lugar desde los ojos del pájaro. Sonrío al reconocer la serpiente verde, de mil verdores, imaginada unos minutos atrás.
Por un instante lo logré. Me transformé en el pájaro.
El desierto va a terminar por volverte loco –Recordó lo que le repetían sus amigos de corto pensamiento– El sol tan fuerte destruye las neuronas, y esas comidas, esas bebidas…
Alcanzó a ver, unos cien metros distante, un bello plano de tierra y sembrados. Un hombre golpeaba el piso con la azada. Sintió por un momento aquel impulso animal de acercarse sigilosamente a robarle unas semillas, picotear y huir volando. En el momento de incorporarse, su vista lo unió a una pequeña piedra, en la que se distinguía un extraño diseño tornasolado. Un dibujo increíblemente llamativo. Su mente penetro en las líneas y comenzó a endurecerse en unidad a la piedra. El rojo de la veta central lo atrapó. El brillo cegó sus ojos. Sintió como el cuerpo de una mujer que lo abrazaba. Se besaron pasionalmente. El acaricio sus pechos y su piel recorrió la superficie infinita del amor. El sonido suave y penetrante del río invadió toda la escena. Fue devorando las imágenes de luz, las montañas, los prados, aquellos álamos enfilados como estúpidos soldaditos, los penachos del pastizal, la pirca, los cardones…al cabo de un instante e mismo también había desaparecido.
Horas después, el río lo devolvió en su orilla. No estaba mojado. Tampoco mareado. Su pensamiento lúcido. Un ave, que no alcanzaba a ver, le repetía, con perseverancia de quién claramente percibe un signo, un sonido único y repetido. La cabeza del hombre se movía sigilosamente, en busca de un interlocutor. Con los ojos fijos, atravesaba el follaje de los molles, en línea recta buscaba por el cañaveral. Imitaba el grito y atendía a la respuesta. El sonido comenzó a hacerse lejano. Ahora parecía haberse fundido en el espacio sonoro. Nunca lo había tenido tan claro. Por fin se levantó decidido a construir la máquina.
Tres días después consiguió acarrear el tronco de algarrobo hasta el patio pedregoso del rancho prestado.
La amplitud del espacio y la firme postura de la roca es visión admirable en el desierto calchaquí. Los colores del cielo inundan la superficie de la tierra, de los peñascos, de los árboles; transforman la imagen de aquello que parecía tan definidamente formado. En ese punto, la realidad y la fantasía son una misma cosa. Es tiempo de propicio para dar lugar al mito personal, inconscientemente retenido en nuestro espacio interior.
Imágenes de una mitología personal, así llamé a etas obras construidas con maderas de la zona. Yo mismo corté los árboles, en la época de tala; estacioné los troncos el tiempo suficiente. Tiempo en que nos íbamos relacionando con una mirada diaria. La contemplación del entorno, el cielo, la tierra, el cerro, el río, v tallando el espíritu, como el viento ha tallado esas increíbles rocas rojas, rosadas, verdes del Valle Calchaquí. Allí, en ese espacio interior se va construyendo, día a día, la mitología personal. Así estas maderas reciben la forma de una experiencia, contienen una energía, una carga, un mensaje…
Es esta una interacción continua de recibir y dar con la tierra. Por eso el taller donde estas obras nacen tiene un espacio para el cultivo de árboles, almácigo de lapachos, tarcos, robles, para plantarlos en los cerros, devolviendo a la tierra algo de lo que recibimos.