Soy una piedra muda,
uno nacido ciego en el Valle Calchaquí,
un hijo hechizo del granito,
apenas sin resuello apagándose
sin forma todavía,
ni memoria.Hace miles de años
vi nacer la lechosa joya del maíz
y sentí las manos del hombre moldeándome, cantando.Sé que en pozos me crecen todavía,
reventadas, las burbujas de la primera lava
y que cuando me hallaron
deshicieron al viento mis cenizas aún tibias
porque era quien velaba los desvelos del fuego.Soy todo eso
y siento por mi sangre,
como por una yema,
arenosa pasar la eternidad.Ahora,
con todo el cielo encima, yazgo dentro del agua silenciosa.
Alguien me tiene en sus brazos, lejos.Mañana tal vez llore.
Manuel Castilla, agosto de 1971
Cachi, Junio de 1990
El desierto y su místico silencio, al sur. Desde el norte, como detrás de un velo, el murmullo del río que alimenta la estrecha franja de valle fértil.
Solo signos de una antigua civilización. Un lento amanecer devela la belleza de las montañas.
Un cielo inacabable, ahora de pálido celeste, unido a la tierra por el este, con una franja ocre, brillante, casi amarilla. Casi amarilla; por el oeste se funde con ella en una misma oscuridad. Con el sol en el cenit será de un azul absoluto.
Por la noche, indescriptible. La atmósfera limpia y fría deja ver en su arco intermitente el cinturón de la nebulosa láctea y todo su infinito séquito de estrellas. Miles de formas, dragones, cruces, toros, taus, pumas, signos eternos aparentemente inmóviles. Muchos de ellos parecen haber caído sobre las piedras, y con estrepitoso golpe quedaron ahí grabados como petroglifos. Ahora el Lucero y la luna en cuarto menguante casi sobre él, dominan el firmamento.
Aquí, a cuatro kilómetros de Cachi, en Fuerte Alto, las casas son escazas y precarias. Paredes, techo, piso de adobe. Todo tierra, tal vez para equilibrara la poderosa fuerza del cielo que cae sobre nosotros. Las ventanas no son grandes, pero lo suficiente para esperar, con los ojos atentos, la salida del sol, a veces con ansiedad. La noche es demasiado fría. Una cocina de barro en el centro de la casase enciende a las seis de la tarde. Entibia el ambiente. El adobe guardará esta energía, más la que recibió del sol durante el día, y mantendrá el calor toda la noche. El calor en esta época parece ser el tesoro más preciado. El sol, el astro más esperado. Cuando el aparezca en el horizonte, las millones de estrellas juguetonas, fabricantes de signos y fantasías, se habrán escondido para que él no las toque con sus rayos dorados. Quién sabe a donde irán, tal vez a otra dimensión.
Solo el Lucero se anima a quedarse. Hoy me pareció que desenvainaba una espada plateada para enfrentar al sol. Poco durará su valiente expresión. En cuanto asome el Ojo de Inti y se fije en él, desaparecerá en la claridad del día, en su camino hacia Occidente.
¿Adónde irán los rastros en su eterna cosmogonía?
La luz invadió mi habitación. Los pájaros cantan de alegría. Los niños se despiertan. El paisaje aclara. Hileras de álamos protegen del viento, que a veces sopla despiadado, los campos de pimientos y porotos.
Al Oeste, el imponente Nevado de Cachi, la montaña más alta brilla con esplendor reflejando la luz celeste, como diciendo: “Soy yo el que está aquí, el brazo poderoso de la tierra; a mí el sol me toca antes que a nadie”. Y así es. El rayo directo del sol aún no llegó aquí. Sin embargo, él lo posee. Y su nieve espesa lo refleja. Lo ha atrapado.
Él está siempre allí, quieto, con su manto blanco. Por mí, suban al sol. El misterio de la ascensión.
Ubicarse camino al nevado es un privilegio. Aquí no llega la electricidad. Ni el agua corriente. Ni el asfalto, ni el bloque de concreto. La paz puede extenderse sobre los amplios verdes de la alfalfa si nosotros sabemos cultivarla.
La obra de arte no es más que la concreción en la materia del sentir del hombre, de una comunidad, de un mundo. ¿Qué hay de la gran cultura de Occidente? Mirando su arte veo que mi camino es otro. Por eso estamos aquí.
Arcilla de San José
El sol ya salió detrás de la montaña.
A 14 km de Cachi, hacia Molinos, se encuentra el pueblo de San José. Tan pequeño y marrón que la inmensidad de los cerros parece devorarlo. El hombre está desprotegido ante la naturaleza.
Cada uno llega a ser más de lo que es. De aquí el temor a Dios. El hombre se ha preocupado de fabricar grandes murallas, recintos cómodos, escondites herméticos. Tremendos rascacielos, ciudades laberínticas, al margen del granizo, del viento y el sol. La ira del hombre domina esos lugares.
La Naturaleza es abismal. Su belleza penetra con una fuerza insostenible en todo mi cuerpo. Vibra el espíritu. No hay escudo para esta espada. Quedo herido de magnificencia. Mis dedos buscando dar forma a esa arcilla. Esa que está allí, en el manto sagrado que cubre la montaña.
Pasando el pueblo mismo de San José, hacia el Sur, en esa curva que dibuja el camino, donde está la casita roja de tierra y fuego, frente al corral de cañas atadas, donde suelen pasar los rebaños de ovejas y cabras…A la derecha se divisa una huella labrada por el agua de verano, que refresca la piel del cerro. Por ahí entramos con Rolando Velázquez, el único ceramista de Cachi. A escasos quinientos metros de la ruta 40 hay un buen yacimiento de barro rojo. Duro, resistente a los golpes del pico, lo fuimos recolectando en nuestras bolsas.
Ya en Fuerte Alto, en el ranchito, el trabajo consiste en molerlo, licuarlo, colarlo. Ponerlo en una bolsa de lona atada al molle para que se oree y colgada para qué, colándose el agua por las tramas del lino, se compacte. Nada hay que agregar. Pacha Mama lo da así, para que los hombres la amen devolviéndole su belleza en una obra. No hay otra cosa más que estar atentos.
Percibir la belleza que nos rodea es todo. Lo que hacemos no lo hacemos. Tan solo somos una misma cosa. No es aquello que está allá, la montaña, el viento, el sol…y nosotros. Somos una misma cosa, y lo bello surge naturalmente. Es el amor divino. Contemplar, atender, la única técnica. Este lugar no permite estar quieto. La tarea es continua. Todo es esencial. Todo es escaso. Al borde de la nada vivimos.
Eso es todo. No más que lo imprescindible.
El agua: dos mil vueltas de molino manual la hacen subir de la acequia al tanque.
Cruzando el río, trepando entre piedras, entre petroglifos y morteros tallados, atravesando lo que alguna vez fue el asentamiento de hombres que miraban al cielo, debajo de una gran piedra blanca, un ojo de agua nos da de beber. Será que esa cruz grabada sobre la tierra, sobre una de las tantas que hay entre el río y la vertiente, es la cruz de Tunupa, hijo de Viraracocha, aliado del agua y del viento, que ha dejado sus cruces escondidas por toda la extensión surandina señalando el camino del agua.
El fuego: buscar la leña que escasea. Encender la estufa, la cocina, el horno de barro. El fuego en el hogar devela el sentido místico de la vida. Una llama, un llamado del espíritu. Illa-Viracocha, en su imagen de rayo, penetra en nosotros a través del fuego.
El aire: frío, seco, saludable.
La tierra: Brota la materia. Irrumpe en el espacio. Arcilla roja. Las formas surgen, la montaña penetra en mi cabeza.
Fuego de Imaymana
Fuego Sagrado. Hijo del Sol. El solsticio de invierno determina la ceremonia del fuego. El esplendor de Imaymana, que al llegar a su punto de mayor altura, comienza a declinar, para ir dando lugar a Tunupa, su opuesto gemelo. Ambos hijos de Viracocha, desdoblado sobre el mundo (Cay-Pacha), generan el movimiento del Universo sobre el principio de los opuestos complementarios.
La noche del 23, del cerro brotan llamas en cien puntos de sus laderas. La gente enciende la fogata de San Juan. Los ojos de Imaymana, constelación de las Pléyades, marcan esa noche la época de la siembra. Las semillas se preparan, la tierra se ara. A fines de Agosto se unirán en un solo abrazo. Muerte y nacimiento. Cari-Uarmi. La curva y la recta. La tierra y el cielo. Una misma realidad: anverso y reverso. La vida conjuga los opuestos. El hijo del sol cae sobre la tierra como rayo (Illa), o surge de ella y asciende. El fuego cuece la arcilla. Crea una nueva materia. La cerámica es una nueva roca. El modelado tiene su destino en el fuego, quién concluirá la obra que se ha iniciado en las entrañas de la tierra. El hombre ha unido estos elementos. La obra, la escultura, es la imagen concreta de esta boda. No hay nada que representar. No hay nada que pensar. Tan solo las formas surgen. Como la arcilla de la tierra, brotan los signos del inconsciente. Son los dedos de la mano, que actúan por una emoción profunda, los que dan forma a la materia. No es el pensamiento consciente, no en la razón.
Por eso las formas no representan, sino presentan una nueva naturaleza: los signos esenciales del hombre. No hay lugar para el barroquismo. Cuando la circunstancia de la vida es lo elemental, cuando no hay más que lo necesario para subsistir, las formas son esenciales.
Penetrar a través de la visión del paisaje, en el espacio inconcebible e infinito, en la materia que, al irrumpir, produce la forma que invade nuestra percepción. Percibir. Toda la realidad visual penetra en nuestro cuerpo. El alma se llena de imagen.
En el crepúsculo del 23 de Junio una gigantesca serpiente de nubes, roja, sobre la montaña del Oeste, serpenteaba como un fuego terrible y horizontal, Abrasaba la tierra. La cargaba de su tremendo poder y la vibración de ese acto de amor desenfrenado llegaba hasta mis pies. Un movimiento sísmico interior. De alma a alma. Fuego, hombre y tierra. Una sola cosa. Así la escultura de arcilla cocida manifiesta un ritmo interior, un ritmo cósmico. Cari-Huarmi. La tercera dimensión, que vivimos diariamente, es la ilusión a la que alude la escultura. Una piedra falta en el espacio. La imagen de la tridimensión. La poderosa voz de Juan clama en el desierto. Es esta una realidad eterna. Los puntos es una descripción de lo que hay, sino que somos lo mismo que lo que es. Una misma cosa, materia y creador, artista y paisaje. Las formas e van componiendo tan naturalmente como crece un árbol. El oficio es hacer permanente y sin esfuerzo.
La respiración es fundamental. Dejar que el aire, el espíritu, el espacio penetre en forma lenta y continua. Retener el espíritu en el cuerpo. Dejar que se vaya, libre como llegó. La buena respiración es el medio por el cual logramos la reunión cósmica. El estar. Ese estado en el cual no actuamos por l mandato de la consciencia racional sino por el movimiento universal, orden inconsciente, o inconsciente colectivo.
Este imposible de describir en un orden racional, pues la razón es una facultad de límites demasiado cercanos. Podremos decir que “sirve”, que nos es útil para ordenarnos en algunas acciones que tienen que ver con la supervivencia. Pero de sobrevivir a vivir hay un abismo que la razón no puede abarcar.
Tan sólo ese estar percibe la vida.
El arte es un recurso, una práctica que nos lleva hacia esa libertad. Cuando el arte se presenta como una profesión pierde su sentido original, se esclaviza, se encadena al pasado y está sujeto al futuro. Es una ilusión más del mundo actual.
El pasado y el futuro son tiempos inexistentes, y sin embargo parecería que toda la vida del hombre está regida por algo inexistente. Se considera comúnmente al presente como un hilo (¡tan estrecho!) que separa al pasado del futuro, imposible de percibir –con la razón-, imposible de vivir. Y sin embargo el presente es lo único real.
Miro a mi alrededor. Veo lo que ocurre en este instante es lo único que hay, siendo todo lo demás abstracciones, sin ninguna realidad concreta.
Cuando el vivir está vacío respecto al pasado y sin propósito en relación al futuro, ese vacío lo llena el presente. Entramos en la eternidad. En ese sentido el arte es religioso. La obra de arte se concreta cuando entramos en ese estado tan nuevo como antiguo, que es la vivencia del presente eterno.
La circunstancia de vivir en estado de simpleza, de trabajar con lo que ofrece el medio, así como respiramos el aire que nos rodea, hace sencillo el caminar. El arte es, en este sentido, un ir haciendo. Ir implica un camino. Sin embargo no hay meta. Solo lumbreras. Relámpagos lejanos que nos indican la dirección. La conmoción nos ilumina un instante. No hay ningún fin que nos espere, ninguna victoria que abrazar. Solo hay un estar, una vida libre. No hay otra cosa más que lo que ocurre. El artista tiene que estar bien parado en la realidad, no puede tambalearse entre las abstracciones. El Universo es un organismo completo del cual el artista forma parte y ES lo mismo.
La creación es continua y eterna. Tan natural como un pájaro que canta al amanecer. La obra surge de las manos del escultor como las hojas del tallo de la planta. El trabajar con los materiales del mismo paisaje donde vivo y que soy, facilita vivir la realidad. La obra así concebida no es nunca una abstracción –aunque formalmente lo parezca-; constituye el orden del alrededor, expresa la unión del hombre con el Universo.
Aquel petroglifo de la cruz me dejó claro que esta es la manera en que se trabajó en las culturas vallistas antiguas. Como las vasijas, hechas de tierra y fuego, cubiertas de signos, expresan el deseo de ser llovidas para llenarse de agua.
El motivo genera la dinámica de la vida, es su principio motor. Y este no es ni un propósito futuro ni un recuerdo pasado, sino la espontaneidad de vivir. Seguramente exégetas de nuestro tiempo han encontrado significaciones a simbologías de las cuáles quién las expresó no tuvo ninguna consciencia racional, simplemente han surgido del orden cósmico propio del hombre unido a la naturaleza. Han surgido de las estructuras inconscientes.
Arte y Vida Cotidiana
El hacer (arte) es un continuo ejercicio, una práctica religiosa que nos va conduciendo a la profundidad cósmica, en el eterno y perfectible obrar en el oficio.
Después de aquel fantástico clamor del fuego, de penetrar el germen de las semillas en el espíritu, de congeniar en la tierra, sólo se espera el agua. En la antigua tradición vallista, específicamente en las culturas de Belén y Santamaría, todo ese sentir se concretaba en la forma de la vasija. Tierra y fuego su materia, agua su contenido. Un misterio incomprendido. Una realidad supra-consciente. El ciclo de la vida en el que el hombre interfiere con su poder creador. Imagen y semejanza de Dios. La posibilidad y el compromiso de crear el mundo minuto a minuto.
Miro a mí alrededor. El desierto. Los cerros, que van creciendo visualmente hasta los picos gigantescos de la cordillera. El río, un oasis con forma de serpiente nutre el pequeño valle. Los churquis, los cardones, espinosos habitantes vegetales. Algarrobos de roja madera, arcas ancestrales. Luego llegaron los álamos y los sauces.
El agua brota de la tierra en forma de árbol. En su crecimiento de la tierra al cielo, el árbol señala el camino al hombre. Hacia arriba, la inmensidad. El espacio domina sobre la materia. El espíritu es poderoso. Lo que es simple de observar es fácil de realizar. No se trata de un esfuerzo hacia un fin. El camino de la liberación es un estar. El hombre se identifica con el estar de la piedra. Ella está allí, en la eternidad. Tal vez, una leve marca humana.
Hacia Cachi Adentro hay un empinado camino de cabras, hay una piedra tocada por manos de otro tiempo. Figuran en ella cinco puntos grabados. Como si la cruz del sur, que enseñorea en la noche, hubiese grabado su sombra, y un quinto punto, central, deja claro el signo del hombre.
La simbología de la cruz está relacionada con el elemento agua. En la iconografía santamariana, la cruz aparece en las típicas vasijas rituales (urnas), que representan en su totalidad una figura suplicante con un vaso en sus manos totalmente pintada en engobes, figurando serpientes, suris, sapos, y puntos, todos símbolos acuáticos.
El arte no tiene propósito. Libre de pasado, sin dirección futura. Un hacer, sin prisa ni pausa, sin destino ni causa. Transformar la materia como la misma naturaleza lo hace. No esenciales de la religión, del Este o del Oeste, Quechua o Castellano, se halan en un orden metafísico, del cual su realidad histórica no es más que una manifestación cultural. Más allá de la consciencia está la realidad supraconsciente. Saltar esta barrera. Saltar el fuego de San Juan.
La confortable seguridad en la que nos encierra el muro de las ciudades ciega la visión. La razón ha entretejido una red cuyas estructuras parece imposible salir. Encerrados en la consciencia, dominados por la tecnocracia, la “cultura del desarrollo” lleva a la humanidad hacia el abismo.
Una espada de fuego sagrado y una acción poderosa, como el salto del felino. Una mordedura tajante. Un golpe certero.
El día del solsticio es el momento de liberarnos de la dualidad de la razón. Y ahora, el mundo nuevo de la supraracionalidad. La montaña es la montaña. El cielo es el cielo. Ninguna irrealidad simbólica interfiere.
Arcillas de Color, La Paya
La Paya es un importante asentamiento Calchaquí, del cual solo quedan ruinas. Me refiero, ciertamente, al aspecto material de una cultura. Si te paras en el llano, que tal vez ha sido el patio de una casa, y observas el entorno… es extremadamente difícil explicar lo indecible. Me es mucho más sencillo transmitirlo con la arcilla misma que fuimos a buscar, subiendo el cerro bajo el cual se erguía una ciudad de piedra, luego dominada por el Inca, tal como se puede ver en las casas de la zona más alta. La casa morada, de evidente arquitectura incaica, levantada con exquisitas piedras de color rojizo, sobre cuyo lugar de origen los arqueólogos aún no se han puesto de acuerdo.
Pero de lo que sí estoy seguro es que el viaje a la montaña de las vetas de arcilla de colores llena el espíritu de tal manera que al llegar no cabe otra posibilidad que crear una obra mágica. Una imagen. Un signo. Un mensaje.
Estamos acostumbrados a la palabra como casi único medio de comunicación. Tal vez un paso más evolucionado sería ir suprimiendo la palabra para descubrir otros canales. Aquellos que sienten profundamente la experiencia del espacio perciben con más claridad el lenguaje de la escultura.
Lo que paso a describir es, fundamentalmente, una percepción espacial que en un momento se llegó a hacer tan vaga que no sabía si el espacio había penetrado en mí, yo me había diluido en el espacio o, simplemente, todo era una ilusión, y estábamos caminando en un plano bidimensional.
Estuvimos en La Paya (12 km de Cachi) a las 8 hs, con Rolando Velázquez. La última casa del pueblito, que no es más que un grupo de casas alrededor de una iglesia donde ya termina el camino, es la de Don Luciano, padre de Rolando. En un momento de su vida, Luciano quiso enterarse de cómo era eso de “hacer ollitas”, tradición ya perdida, cuyas técnicas quedaron enterradas junto a sus arqueológicos restos. Como empezando de nuevo, transmitió sus conocimientos a sus hijos.
La Paya nos deja ver, detrás de sus derrumbados muros, objetos de una antigua cultura de tosca belleza, de preciosa estética fundida con el entorno natural, áspero, desértico y mágico.
Discos de bronce, pequeños mándalas, símbolos de un universo que sólo la austeridad del hombre puede mantener vivo, vasijas de rituales acuáticos, una forma especial de percibir el arte y la vida, que nos presenta la grandeza andina.
No encontramos el arte (el Arte) con megalómanas imágenes, impresionantes desarrollos tecnológicos ni espectaculares templos. Esto es propio de las culturas imperiales, basadas en el sometimiento y la esclavitud, la desigualdad y la guerra. Arquetipos culturales que, con manifestaciones distintas, acompañaron el desarrollo de la humanidad y que son generalmente lo único que se tiene en cuenta para las cronologías históricas. Son las culturas impuestas que intentan homogenizar las expresiones, eliminando la diferencia y la libertad, sometiendo a toda sociedad a adaptarse culturalmente a un sistema universalista.
Nada de eso encontramos aquí. Sino signos de una cultura fundada en la libertad, la igualdad y la paz. Descubridores del buen vivir, haciendo de la naturaleza el hábitat común, siendo las cosas creadas tan naturales como las piedras, los algarrobos y los cardones. No veremos ninguna obra en contradicción con el cosmos. No veremos tampoco nada magnífico. Porque hemos confundido los términos. La magnificencia está en el interior de sí mismo, en la fusión del hombre con la naturaleza y no en los resultados del soberbio intento de dominar.
Las expresiones del antiguo arte de este valle manifiestan el vivir estando en lo que ocurre. La percepción de Dios. No hace falta esconderse de su presencia. No hace falta representarlo, está allí.
Qué alegría que a Don Luciano Velázquez en su juventud se le haya ocurrido retomar eso de “hacer ollitas”. La casa de Don Luciano se ubica en la parte alta de un vallecito que, escondido en un recoveco del desierto, parece un paraíso que uno no puede esperar ver. Entre los áridos cerros, de repente, aparecemos en un bosque de algarrobos, arcas, cantidades de nogales, durazneros, manzanos, viñas…todo como si siempre hubiesen estado allí. Pero fue hecho como si no hubiese sido hecho. Es este el verdadero actuar del artista. Los volúmenes, los espacios de la escultura van naciendo como las ramas de un árbol. Finalmente la obra está allí, como si hubiese estado durante siglos.
Comenzamos a caminar a las 8 hs., antes de que salga el sol, pero con la claridad del alba.
-No madrugaron- nos dijo Don Luciano cuando llegamos, que nos estaba esperando desde las seis.
La primera hora fue la más difícil. Subir ya en la altura exige una buena respiración. No hay oxígeno suficiente como para malgastarlo como estamos acostumbrados. La vida precaria y austera es el mejor maestro de economía. Si no comprendemos la economía natural haremos de este mundo un hervidero espantoso.
En los primeros pasos todo llamaba la atención. Las formas de las piedras, la vegetación. Me sorprendí al ver matorrales de chaguar. Creí que a esta planta sólo se la encontraba en el monte chaqueño. Aquí no se le da la utilidad que se le da entre los wichi y tobas del este, tal vez porque se la encuentra en poca cantidad, pero el hecho de que esté hace pensar que podría cultivarse. El chaguar es una planta de hojas largas, en punta y espinudas, que salen de un tallo central en el piso, del mismo centro sale su flor, como un bastón, roja, muy vistosa. Las hojas se golpean con piedras en el río, descarnándolas, de tal manera que queden sus fibras, muy flexibles, que se hilan frotándolas en grupos sobre los muslos. Se tienen con diferentes cortezas o semillas hervidas y se tejen de una manera muy particular, sin otro elemento que dos palillos clavados en el suelo. Los wichis y tobas han desarrollado extraordinarios diseños que se repiten en una trama según una estructura simbólica muy llamativa. Aparecen en objetos utilitarios como bolsas de recolección, hamacas, vestimentas. Sin embargo, en el valle solo se usa la flor, con cuya ceniza se hace una mezcla para coquear que se llama “yisca”, y su tronco central para bastón (de sorprendente dureza). Tanto el bastón como el coqueo son de primera necesidad para subir una empinada montaña. Entendiendo el orden natural en el que poco a poco me fui fundiendo, no es llamativo que esta planta se encuentre en la puerta de nuestro camino
Después de una hora llegamos a un lugar señalado con una piedra. Pero no era cualquier piedra, pues no pude observar después, de aquí en más terminaba la senda visible y el camino estaría señalado con piedras colocadas sobre piedras mayores. Pero esta primera piedra es muy particular. De cortes agudos, vertical, clavada de punta sobre otras más redondeada, daba la sensación de un emblema fálico. Y seguramente lo era.
-Aquí vamos a descansar- dijo Luciano –y preparar la coquita.
Sacó de su bolsa un vino dulce, hecho por él mismo, yo saqué la bolsita de coca, como habíamos quedado, hizo un hueco, que ya estaba preparado, en la intersección de las dos piedras, y echó un chorrito de vino. Tomó tres hojas de coca y dijo:
-Pacha mama, Madre Santa, Cushi-Cushi, que no me duelan ni la cabeza ni las rodillas-. Y tiró unas hojas al pisando. Me dijo que hiciera lo mismo. Mirando como habían caído mis hojas me dijo que estaba de suerte.
Lo mismo hizo Rolando con el mismo resultado.
Realmente fue un día de suerte. No hubo frío ni en el pico más alto. No sopló viento. No es común este clima en la montaña.
– Hay que coquear con ajo- Dijo Rolando convidando su vino. El descanso fue de pocos minutos.
Rolando iba delante, después yo, y detrás el viejo. A medida que íbamos subiendo, el espacio se hacía más amplio, el silencio más profundo.
Seguramente el coqueo con ajo, acompañado del vino patero influyó en las percepciones especiales. Pero no se trata de otra cosa más que de un cambio de las perspectivas. En las antiguas culturas el uso de alucinógenos para estos casos era frecuente. Estos cambian el foco de atención. La realidad de la percepción está detrás de la imagen. El arte mismo actúa de esta manera, presenta una imagen ilusoria, pero a través de la cuál despertamos ante una realidad.
La visión se extendía al infinito. Cielo y tierra iban equilibrando su magnitud. Mi cuerpo llegaba a parecerme un punto flotando en el vacío. Una situación ideal para la práctica del zen. Dejaba que mis pensamientos se vayan yendo, uno a uno, de mi mente. Como fantasmas se lanzaban al espacio.
Por momentos había que caminar sobre el abismo mismo, pisando piedras, ubicados de tal forma sobre la ladera de la montaña que, al levantar un pie, se estaba en el vacío, unido a la tierra por el otro pie. El río se veía tan inquieto y pequeño, tal vez a 500 o 1000 metros, que parecía una serpiente. Había que dejar de lado el mandato de la voluntad y el sentido común. Pasar nomás. Y sí era.
A las dos o tres horas mi mente estaba tan vacía como el infinito hueco abismal que se abría entre las montañas, en el río, allá abajo, hacia el este y hacia el cielo. Me pareció ver entre las cadenas de los cerros las piernas de una mujer, que se habría siendo el río su sexo, de donde surgía toda la vida, de donde todo el espacio inconmensurable se extendía hacia el imperio del sol, quién le respondía otorgándole toda su esencia, toda su energía vibrante. Como ver nacer la existencia.
Caminar, caminar, caminar. Las piernas me llevaban. Parecía que andaba con cinco centímetros por encima de la superficie. El viejo me hablaba por detrás, pero yo ya no escuchaba nada.
Al tiempo llegamos a “La Estancia”. Fue un retorno en el momento justo. “La Estancia” está ubicada en un lugar más o menos llano. Un corral de vacas abandonado en esta época, una pequeña habitación de piedra, muy baja, con techo de caña y barro, donde casi no se podía estar parado. Su puerta daba a un patio abierto que la unía a la cocina, sin techo, protegida del viento por paredes de piedra.
Tiramos unas maderas de cardón en el patio, una para mesa, otras para bancos y nos sentamos a comer. Desde aquí se domina todo el vallecito de la Paya y mucho más. En verano se arrean las vacas hasta aquí, por un camino que has desde la otra ladera, mucho más largo pero con sendas, por donde se podría llegar a lomo de mula. En esta época no es posible pasar por allí porque se trata de la ladera Sur congelada todo el invierno.
Los Velázquez tienen hacienda “desde cuando no se acuerdan”. Desde sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. De chico, Don Luciano andaba por aquí arreando las vacas. Así descubrió el yacimiento de arcillas de colores de este cerro.
Comimos poco para estar livianos. Ya en la cima, pese a que el sol calentaba y no hacía frío, el agua de vertientes estaba congelada. Como toboganes sinuosos se aparecían los riítos de de hielo. Daban ganas de sentarse y dejarse llevar en su bajada llena de lomas. Pero seguramente caería hasta el infinito.
Pasamos por un gran yacimiento de arcilla roja, según Velázquez excelente para hornear: “queda campanita”. Pero no recogimos de esta. Seguimos subiendo.
El lugar de las arcillas de colores era tan común e igual a cualquier otro lugar que hubiese sido imposible descubrirlo sin que alguien lo señalara. Sacando la capa superficial de tierra aparecían las vetas: marrón, morado, violeta, azul, gris, blanco, Más el rojo que quedó abajo, siete colores de engobes.
Su plasticidad es sorprendente. Dos horas nos llevó la recolección. Tres horas llegar al punto de partida. Nueve horas toda la expedición. La bajada la hicimos “a toda velocidad”, casi sin descansos. No me parecía estar volviendo por el mismo lugar. Más de una vez le pregunté a Rolando si estábamos haciendo el mismo camino. Se reía. Era ver la realidad de otro lado.
Difícil expresar la experiencia profunda en un lenguaje descriptivo. Por eso se hacen necesarios los mitos, la poesía, el arte.
Al continuar la obra que estaba realizando con la arcilla de Sal José, sentía el hacer poesía con el espacio, el crear mitos de una experiencia vivida. Ese mismo espacio sentido arriba, en el cerro, esa misma materia recogida de la tierra misma, que ella dio a luz para que mis manos la trabajen, como a mí mismo.
Materia y artista somos una misma cosa. La obra va surgiendo tan naturalmente como me crece la barba.